29 de marzo de 2024

Parece que fue ayer

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
22 de abril de 2016
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
22 de abril de 2016

Desde Cali

Víctor Hugo Vallejo

Victor Hugo VallejoÉramos tan jóvenes y sus canciones sonaban en todos los espacios y en cualquier reunión social era mandatorio que en algún momento se oyeran y casi todos sabían sus letras y ritmo y las acompañaban sin poder llegar ni siquiera a la mitad de los elevados registros que se despedían de esa voz portentosa. capaz de acariciar. Más de uno llegó a soñar con el día que llegara a Colombia para ir a verlo en algún escenario. Nadie se preocupaba por hacer la aclaración de que ese objetivo no sería posible de alcanzar por la sencilla razón de que ya estaba muerto. Cantaba como si estuviera vivo. Sigue cantando como si estuviera vivo. Lo está en su voz y sus canciones continúan teniendo la misma validez de enamoramiento que siempre han tenido. Los inmortales apenas son objeto de entierros del cuerpo, pero se mantienen con su obra en la memoria de muchos, por no decir de casi todos. Ser inmortal es ser capaz de realizar una obra que se conserve con el paso de los años. Por eso no todos somos inmortales, sólo los grandes de verdad.

El 19 de abril hicieron 50 años que se murió Javier Solís, cuyas canciones se siguen escuchando, con remasterizaciones y arreglos electrónicos que son posibles por la potencia de su voz, la nitidez de su fraseo y la contundencia de sus tonos, que han sido mezcladas con voces y acompañamientos de quienes ni siquiera lo conocieron en vida. No cualquier registro vocal admite esta clase de experimentos tecnológicos.

Más de uno se resiste a creer que esté muerto. Y no lo está. Se murió su cuerpo. Su voz está allí con las ganas de ser, de interpretar, de sentir, de poder y hacer sentir. A más de uno le han ayudado sus canciones para entregar una serenata y decir lo que no se posee en la expresión verbal propia.

Cuando dicen –y es cierto- que han pasado cincuenta años desde ese 19 de abril de 1966 en que dejó de existir por una complicación cardíaca sufrida en el proceso de recuperación de una cirugía de vesícula –algo absolutamente inofensivo para la ciencia médica de hoy, gravísimo para entonces- , se comienza a sentir el paso de los años y algo se logra entender que cuando éramos tan jóvenes y él el cantante de modo, ya había dejado de existir. Apenas tenía 34 años a su muerte. Una vida artística con muchos éxitos en el bolsillo, pero con un futuro que no es posible dimensionar, porque grabó muchos discos de larga duración y la existencia le alcanzó para filmar 29 películas, en las que lo tomaban en cuenta más que como actor, como cantante, pues la gente iba al teatro no tanto por sus capacidades histriónicas, como para oírlo cantar en vivo –casi- frente al espectador mismo.

Su voz era su capital. Su historia personal era la manera de decirle al mundo que los humildes también tienen futuro, con todos los tropiezos que puedan enfrentar, como en su caso, que sin la persistencia, constancia y empeño no hubiese pasado del fracaso, que es la vida para quienes carecen de oportunidades. Todo lo hizo a pulso.

Javier Solís nació Gabriel Siria Levario en el barrio Ticubaya, de ciudad de México, aunque algunos de sus biógrafos son insistentes en que nació en Sonora. Las pruebas corresponden a lo primero. Llegó al hogar del panadero Francisco Siria Mora y de la comerciante Juana Levario Plata. Fue el mayor de tres hijos. Llegó al mundo el 1 de septiembre de 1931. Siendo demasiado niño, su padre se fue con rumbo desconocido e irresponsabilidad consagrada. Su madre, dueña de un pequeño puesto de mercado callejero, no soportó la responsabilidad de la crianza de tres bebés y le entregó el mayor a su hermano Valentín Levario Plata y su compañera Angela López Martínez, quienes en medio de una pobreza igual o mayor a las de sus progenitores, se hicieron cargo del pequeño Gabriel y lo acogieron con pocos bienes materiales, pero con el cariño de dos verdaderos padres, como el cantante siempre los tuvo y los presentó. Valentín estaba a su lado el día de su muerte y lloró la ausencia de su hijo de siempre. Tenía la felicidad de la pobreza con dignidad y con mucho amor. Cuando apenas tenía ocho años sufrió el golpe más duro que le dio la vida, falleció su madre Angela. Su padre no se arredró y siguió adelante con él. Pudo darle hasta quinto año de educación básica. El mismo Gabriel se fue de la Escuela Pública del barrio Tacubaya, consciente de que era necesario contribuir con algo al sostenimiento de la familia.

Siendo aún un niño, se gastó la vida trabajando. Fue recolector callejero de huesos y vidrio, panadero, carnicero, lavador de carros. En los coros y en los actos públicos de la Escuela intervino en muchas ocasiones como cantante y todos decían que el chico tenía muy buena voz. Pero no sabía como se podía vivir de la voz. Entonces probó suerte con el deporte para tratar de encontrar un camino de futuro un poco diferente. Probó el futbol, el beisbol, el boxeo y la lucha libre, habiéndose hecho amigo del más famoso de todos los luchadores de méxico, Santo el Enmascarado de Plata.

Entrenaba y se decidió por el boxeo. Supo de pegarle golpes a los otros, pero supo más de recibirlos. El futuro estaba muy lejos. Siguió cantando, ya con el cambio de voz de adolescente a hombre en formación. Iba a los espectáculos de barrios, en las Carpas, y cantaba por cualquier cosa, incluso sencillamente porque lo dejaran cantar. Comenzó cantando tangos. El timbre de su voz, daba para eso.

Alguna vez el payaso Manuel Garay lo escuchó en una Carpa y lo recomendó de manera especial para que lo dejaran cantar en el Teatro Salón Obrero, a donde iba a cambio de las mínimas propinas que el público de bajos recursos le entregaba. Salía de esas presentaciones con mucha satisfacción por haberse dejado oir, pero con los bolsillos casi vacíos. El payaso de entrada le advirtió que con su nombre no llegaría a ninguna parte como artista, que debía asumir un nombre de más fácil recordación. Inicialmente se llamó Javier Luguín.

Javier Luguín, entonces, se arriesgó un poco más y se iba a la plaza Garibaldi, donde cantaba por las mismas pobres propinas. No alcanzaba para vivir. Trabaja en el día en una carnicería, donde su dueño David Lara Rios lo oyó alguna vez cantar entre sus compañeros y le pagó clases de canto con el maestro Noé Quintero, quien le entregó las técnicas que para un portento de voz como la suya eran fáciles de asimilar.

Le dieron la oportunidad de integrar el Trío Guadalajara, del que pasó al Trío Flamingo, que luego se llamó Trío México y aún seguía cantando en bares y restaurantes por las propinas.

En 1950 logra grabar sus primeros dos discos en acetato: Punto negro, Tómate esa copa, Vírgen de barro y Te voy a dar mi corazón. Más que comercializarlos, esos dos discos se volvieron su tarjeta de presentación, para quien los quisiera oir. Y una vez los oyeron en Discos Columbia, que luego pasó a ser RCA, y ahora es Sony Music, que con su oído comercial en 1956 le firmaron el contrato de grabación. Ya desde 1955 había cambiado su apellido artístico a Solís, que lo inmortalizó.

Sus canciones corrieron por el mundo de habla hispana y el extraordinario compositor, padre del bolero ranchero, Ruben Fuentes, (director, compositor y arreglista del Gran Mariachi Vargas – un mito musical mexicano-) encontró el sustituto de Pedro Infante, con cuya muerte, pareciera que este género, mezcla de bolero cubano y ranchera mexicana, carecía de futuro. Muchos llegaron a verlo como un simple imitador. Mayor atención y se entendía que la tonalidad lograda por Solís jamás la pudo dar la aterciopelada voz de Infante.

Con Javier Solís el bolero ranchero supo de la mayor prestancia jamás alcanzada. Apenas fueron diez años de carrera profesional y la huella sembrada es enorme, tan grande como que al cumplirse 50 años de su muerte, aún seguimos contando y cantando con ella.

Fue intensa su vida en esos 10 años. Grabación constante de discos, hasta el punto de que la mitad de esa obra, se reprodujo y comercializó después de muerto –estaba almacenada en los estudios de grabación- y la filmación de películas, todas ellas con el sello del éxito asegurado. Su juventud le daba para todo. Así lo creía él. No le puso mucha atención a unos cálculos vesiculares. Lo trataron con medicamentos, pues tenía pánico a la cirugía y no quería desperdiciar ninguna de las oportunidades profesionales que le daban, por esos recuerdos de carencias y necesidades. Le apostó a la vida y le ganó la muerte.

Las cosas se agravaron el 12 de abril de 1966 cuando fue hospitalizado, intervenido el 13, con recuperación en centro de salud. Todo iba bien, pero el desgaste del alto volumen de trabajo y el ajetreo propio de quien piensa que el día tiene más de 24 horas, le pasaron factura a través de su corazón y el 19 de abril de 1966, hacia las 5 de la mañana, dejó de existir. Se fue su cuerpo. Quedó su voz, aún sonando hoy. Hace 50 años y parece que fue ayer, como bien lo diría ese otro grande de México, Armando Manzanero.

Tomémonos el otro, y oigamos a Javier Solís.