29 de marzo de 2024

LA RAÍZ DEL ASUNTO

18 de septiembre de 2015

La guerra contra el narcotráfico es una historia sin fin. Resulta impresionante, pero también verosímil, la noticia de que desde hace un par de años se ha vuelto usual que las mafias colombianas monten sus laboratorios para procesar cocaína en países en donde han conseguido que el negocio prospere, en ciudades en donde hay más consumidores. Según ha advertido la Policía Antinarcóticos de Colombia, los narcotraficantes han llegado a la conclusión de que –para evitar las incautaciones que son la pesadilla de estas pandillas, controlar la calidad de un producto que va perdiendo pureza con el paso de los países y aprovechar la facilidad con la que ciertos insumos pueden conseguirse fuera del país– lo mejor es exportar la pasta base de coca, a través de los puertos de la costa norte, para procesarla en alguna bodega en las afueras de ciertas ciudades de Europa, Suramérica o Centroamérica.

Es una jugada audaz de los bandidos, y otro frente que hay que atacar como lucha global. Porque, desgraciadamente, el narcotráfico continúa, no obstante la guerra sin cuartel. Según revelan las autoridades, hay en el país 73 bandas dedicadas al detestable oficio de la exportación de droga, siguen incautándose toneladas de pasta y desmantelándose laboratorios sofisticados que ya no se esconden entre la manigua y continúan cayendo en las ciudades menos pensadas organizaciones criminales compuestas por colombianos.

Es lo más probable que el pulso entre las autoridades y los narcos siga dándose, avasallador y sangriento, estimulado por la rentable prohibición. Mientras tanto, suena a solución esperanzadora e inteligente el plan en el que la Fiscalía y el Gobierno han estado trabajando para priorizar la persecución de los cabecillas del negocio y ofrecerles a los pequeños cultivadores –dueños de menos de una hectárea de hoja de coca– que no irán a la cárcel si se comprometen a erradicar ellos mismos los cultivos de coca. Se habla de una reforma del Código Penal, de revisar las penas de los pequeños traficantes, de tratar la adicción y recuperar los parques nacionales. Está más que entendido, pues, que perseguirlos no es el único camino para derrotarlos.

EL TIEMPO/EDITORIAL