17 de abril de 2024

Esperanza de reforma

14 de marzo de 2013

Es la primera vez en la historia de esta milenaria institución que se elige a un papa jesuita, con lo que eso supone de solidez y seriedad a priori, y un papa no europeo en más de mil años; y esta elección recae además en un pontífice cuya lengua materna, el español, es el primer idioma de esta religión global.

Tales novedades pueden interpretarse como el mensaje de renovación que tantos esperan para la Iglesia católica. Porque además de la apertura territorial ahora estrenada, al nuevo gobierno vaticano le va a resultar difícil ignorar la fuerza innovadora de la curia americana, que en los días previos al cónclave ha reclamado protagonismo y aboga por la apertura hacia nuevos planteamientos. No hay que olvidar que fue Latinoamérica el principal escenario de la acallada Teología de la Liberación y que fue Estados Unidos el primer país que se rebeló contra el ocultamiento sistemático por parte de la curia de los abusos sexuales. Del otro lado del Atlántico provienen también las propuestas de dotar de una mayor transparencia a una institución apegada al pasado y aquejada por diversos escándalos. El perfil del jesuita bonaerense Jorge Mario Bergoglio, ahora Francisco I, es lo suficientemente moderado y está lo suficientemente apartado de las intrigas vaticanas como para poder emprender ese camino. La sencillez y el estilo directo de su primer saludo anoche dan idea de un talante distinto.

Durante estos últimos días, la Iglesia católica ha ofrecido la más vistosa y arcaica imagen de sí misma. Con un aparato mediático propio, el Vaticano ha hecho gala de su maestría en la puesta en escena de sus más viejas y solemnes tradiciones. Una puesta en escena que no esconde los críticos momentos que vive y que la retirada de Benedicto XVI —la primera en más de cinco siglos— ha evidenciado indicando el camino a su sucesor. El primer papa que pidió perdón por los escándalos de pederastia dedicó los últimos días de su pontificado a advertir contra la corrupción, renovar la cúpula del banco vaticano, forzar la renuncia de un cardenal acusado de pederastia —el escocés Keith O’Brien—, expulsar a colaboradores de Tarcisio Bertone y ordenar guardar bajo llave el informe sobre Vatileaks, los documentos secretos que revelaban la corrupción que aqueja a la curia y que algunos expertos señalan como la razón de su dimisión.

Son decisiones que convierten este relevo en excepcional porque, entre otras cosas, van a determinar, como mínimo, el sentido de los primeros pasos de Francisco I. La situación que afronta el primer pontífice jesuita y argentino de la historia es paradójica. Con un número de seguidores sin precedentes y más extendida que nunca, la Iglesia católica ha perdido influencia en el mundo moderno y observa además con desánimo el laicismo y la desafección hacia su jerarquía, tan distante de buena parte de los fieles.

Las tensiones son evidentes en el seno de la propia Iglesia y en relación con el mundo exterior, que puede quedar fascinado con los ritos pero difícilmente comprende ya la intransigencia dogmática en asuntos relacionados con el sexo, las nuevas formas de familia, la igualdad, la bioética y, en general, los usos democráticos. Nadie esperaría un papa revolucionario y a veces las expectativas no responden al perfil del elegido, pero las credenciales de Francisco I de hombre recto y dialogante, unidas a su condición de jesuita, pueden ser una baza decisiva para la evolución requerida.