18 de abril de 2024

Los frágiles cimientos de la democracia

7 de junio de 2011
7 de junio de 2011

Entre otros factores que han impedido contar con políticas eficaces para emprender acciones redistributivas del ingreso y de la riqueza, incluido el mismo hecho de que la sociedad colombiana sea pobre, sobresale la negación a la primacía de la formación del capital social sobre el crecimiento económico, asunto que explica las falencias en temas fundamentales como educación, ciencia, tecnología e innovación.

Al respecto, puede señalarse como diferencia entre pobreza e inequidad, que si bien los impactos asociados a la corrupción apuntan más a la primera, los de la reducida escolaridad y la brecha de productividad, afectan en especial el empleo y las opciones de trabajo. 

 Para empezar, debemos reconocer que, a pesar de que el crecimiento económico del último lustro donde la línea de base mostraba un 64% de colombianos en el umbral de pobreza y catorce millones sobreviviendo con menos de dos dólares diarios, las cosas no han cambiado y, cerrando la década, la desigualdad persistió e incluso se agravó: al final del período la pobreza llegaba al 45% de los Colombianos, y cargaba con mayor severidad sobre las regiones insulares, costa Pacífica, Orinoquía y Amazonía, espacios geográficos donde las Necesidades Básicas Insatisfechas del conjunto, triplicaron el índice promedio de las regiones restantes. No obstante, el actual gobierno promete trabajar para que en la reducción de la pobreza, seamos el país más exitoso de América Latina: el Presidente Santos promete “darles más oportunidades a los niños y niñas del país, para que tengan una mejor calidad de vida”.

 Esperamos que esto sea una realidad, y también que las estrategias en el Plan Nacional de Desarrollo ‘Prosperidad para Todos’, además de concentrarse en reducir la pobreza, de paso y sobre todo, vallan más allá del asistencialismo con el cual se han implementado históricamente los programas. Que la idea sea darles a los pobres urbanos, comunidades rurales e indígenas del país, más oportunidades estructurales y mayores recursos estratégicos, para que como gestores de su propio desarrollo se organicen y empoderen del territorio, y con el concurso del Estado como facilitador, puedan generar condiciones sostenibles que mejoren su calidad de vida. No de otra forma, se allana el camino que previene continuar con los estragos de errados modelos que facilitaron la concentración del ingreso a costa de una pobreza acentuada al desmantelar el Estado Solidario de forma ligera, y en casos como los que afloran: con criterios perversos.

 La salud, dejó de ser un servicio esencial y tal cual ocurrió con los servicios públicos domiciliarios, pasó a ser lucrativo negocio. Todo gracias a una teoría consistente, pero cuyas fatales consecuencias no parecen haberle importado a la dirigencia política, planificadores y economistas responsables de las políticas públicas: es la misma que se formula ahora para argumentar la nueva reforma a la educación superior, asunto que, desde la práctica y los hechos, con preocupación ya han observado notables académicos y humanistas de Colombia, quienes previenen sobre la indeseable consecuencia de una reforma cuya propuesta no le apunta a mitigar la pobreza y la inequidad, al entregarle a las fuerzas del mercado la suerte de la educación de calidad y de la investigación como cimientos de la ciencia y la tecnología de la Nación.

 Y finalmente, frente a la pregunta, en qué forma entramos los investigadores y la universidad pública como  principal generadora de C&T de este país, para satisfacer la demanda académica de una Nación que reclama soberanía sobre sus recursos y mayor producción de bienes y servicios con valor agregado, dos asuntos que exigen la necesaria y urgente consolidación de nuestra Ciencia y Cultura: basta señalar que con una población mayoritariamente afectada por analfabetismo funcional, sin el conocimiento como factor de producción no se facilitará resolver el desempleo y tampoco habrá posibilidad alguna de resolver la profunda brecha de productividad del campo. Esto significa que los beneficios de la competitividad solamente abrigarán a una reducida fracción de colombianos privilegiados, ya que para las mayorías los niveles de escolaridad resultan gradualmente más bajos e insuficientes en los estratos demográficamente más extendidos, conforme se trate de los más populares, y también sustancialmente más reducidos en el medio rural que en el sector urbano. 

Desde el OAM, Ed. Circular RAC 6010