28 de marzo de 2024

Dolores y travesuras del libro (3)

9 de abril de 2010
9 de abril de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar
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gustavo paezMe precio de ser el descubridor de Quingráficas como la editorial quindiana que a partir de Destinos cruzados, mi primer libro, llamaría la atención de los escritores regionales para la publicación de sus obras. El propietario, Javier Londoño Botero, gran profesional de las artes gráficas, estaba más dedicado a trabajos de tipografía que a la elaboración de libros.

Era una empresa desperdiciada. Cuando apareció Destinos cruzados, mis futuros colegas de las letras abrieron los ojos ante la formidable calidad que se había mantenido oculta para tales menesteres, y que vino a descubrirla un escritor foráneo. A partir de entonces, todos comenzaron a desfilar por Quingráficas. Esto llevó a Héctor Ocampo Marín a escribir en el Magazín Dominical de El Espectador, en enero de 1973, el artículo que tituló Explosión bibliográfica regional, donde daba cuenta de la publicación de diez títulos en un año, durante el arranque de la casa editora de los autores quindianos.

El propio Ocampo Marín publicó allí su primer libro, de ensayos, Pasión creadora. Y otros distinguidos escritores de la comarca, como Euclides Jaramillo Arango, Julio Alfonso Cáceres, Mario Sirony, Jesús Arango Cano, Humberto Jaramillo Ángel, Fernando Arias Ramírez, hicieron lo propio. Era tal la fiebre que se había despertado, que el experto editor no daba abasto para atender tanta demanda. El clima literario que se vivía en la región me llevó a escribir mi segunda obra, la novela Alborada en penumbra, que se publicó en 1974.

Y nació la tercera, Alas de papel, una recolección de notas periodísticas, donde  buscaba dejar rastros de mis iniciales incursiones por El Espectador y La Patria, y de paso rendir un tributo al periodismo, tarea que al paso de los días me ha permitido coronar la cifra de 1.800 artículos de prensa que representa hoy mi haber literario en esta materia, recogido en la página web que me han obsequiado mi esposa y mis hijos.

Con este tercer libro me sucedió algo curioso e irónico. Llevados los originales a Quingráficas, me encontré con la evidencia de que eran tantas las obras en vía de publicación, que había que revestirse de paciencia grande para realizar un proyecto. Aunque el eficiente editor había modernizado sus equipos, no lograba evacuar los trabajos con la celeridad deseada, entre otras cosas porque, fuera de los autores locales, acudían a la editorial escritores de los departamentos vecinos. 

En fin, acepté los dos meses de plazo que me fijó Javier Londoño. Cuando el término iba por el tercer mes, presenté a  mi caro amigo un cordial reclamo por la demora. Cuando se cumplió el cuarto mes, me entró la impaciencia. Mientras tanto, el atareado editor no cesaba de recomendarme… paciencia. ¡Claro que la tenía!: mi capacidad de resignación, que había sido acondicionada para 60 días, ya había excedido el doble del tiempo. Quien es escritor conoce la ansiedad que hace crecer en su espíritu la expectativa de la publicación de su libro. 

En los días siguientes, fui varias veces más a la editorial, y me causaba desazón el ver tanto arrume de hojas en elaboración, tantas carreras de los operarios, tanto sufrimiento del editor. En cierta forma, yo era víctima de mi propio invento: el haber descubierto a Quingráficas. No me dolía de eso, claro está. Por el contrario, me ufanaba ante el hecho de esa explosión bibliográfica que tanto hervor producía en los hornos de la literatura. Y al mismo tiempo sufría con la demora inmisericorde de los ocho meses, y los diez, y luego el año entero que había pasado desde el día que entregué los sufridos originales de Alas de papel.

Para resumir la historia, quiero contar que, entregado el material a la imprenta en febrero de 1976, este permanecía inédito en octubre de 1977. Ahí se desbordó mi resistencia. Mi tolerancia no daba para más. Envié entonces una carta perentoria al bueno de don Javier (que por lo visto se había desfigurado ante la presión de su innumerable clientela, hecho del cual, en cierta forma, yo era responsable), carta en la que le comunicaba que teniendo en cuenta los 20 meses transcurridos –¡600 días eternos!–, había resuelto desistir del proyecto. ¡Adiós libro, adiós ilusiones! Me quedé esperando la devolución de los originales. Y no volví a pensar más en el libro.

Cuál no sería mi sorpresa cuando una tarde, al regreso del trabajo, encontré atiborrada la sala de mi casa con los numerosos paquetes que contenían la impresión de la obra. El editor acudió a mi esposa para rogarle que no me pusiera sobre aviso acerca de ese hecho, pues quería darme una sorpresa, y de paso remediar su tardanza involuntaria. Sorpresa, por cierto, muy grata, que en un solo instante, ante la sola contemplación de la carátula, hizo borrar los momentos  ingratos.

El libro se había realizado a mis espaldas, con la elaboración de la carátula que se consideró más apropiada, y la revisión meticulosa de los textos, como es mi norma rigurosa. Edición inmejorable, que redimió todas mis contrariedades y dolores. Padecido el vía crucis de la edición, y luego disfrutado el milagro de la resurrección, ha subsistido a lo largo del tiempo el emocionado recuerdo sobre esta epopeya oculta que sufren muchos libros y autores por los caminos de la edición. Alas de Papel es, por eso mismo, uno de los libros que más quiero. Libro breve y sustancioso, como alguien lo llamó. Hoy cumple 33 años –la edad de Cristo–, luego del parto doloroso y glorioso que narra esta crónica. 

Por lo demás, mantengo una entrañable y perenne memoria sobre Quingráficas, y ante todo sobre Javier Londoño Botero, su ilustre propietario, como baluartes de la literatura quindiana e iniciadores de mis andanzas bibliográficas.