28 de marzo de 2024

El bipartidismo ha muerto. Qué viva el ¿…..?

21 de marzo de 2010
21 de marzo de 2010

bipartidismo

Hace un par de años un colega y yo enviamos a una revista internacional un artículo donde analizábamos los resultados de las elecciones legislativas de 2006[1]. El editor nos escribió intrigado, pidiéndonos que le explicáramos qué eran y qué representaban esos diez partidos que habían obtenido escaños en el Senado. Desde su perspectiva de observador externo de la realidad colombiana, el multipartidismo extremo que describían los datos le resultaba irreconciliable con la imagen del bipartidismo bien comportado que tenía de nuestra vida política. Y a decir verdad, para nosotros resultaba también algo difícil entender la diferencia entre por ejemplo un "Colombia Viva" y un "Colombia Democrática"[2].      

¿Cómo era posible que el bipartidismo histórico hubiera desaparecido tan súbitamente? La intención de este breve escrito es explicar la transformación reciente de la política colombiana, ofrecer un contexto para entender la dinámica partidista y responder la pregunta sobre qué pasó y qué es lo que tenemos actualmente como sistema de partidos.

El día en que todo cambió

Por supuesto que para nadie es sorpresa que el sistema de partidos hubiera cambiado radicalmente  de un momento a otro. De hecho, es posible ponerle una fecha concreta a la trasformación: julio 3 de 2003. Ese día fue sancionado el Acto Legislativo 01 de 2003 "Por el cual se adopta una Reforma Política Constitucional y se dictan otras disposiciones", popularmente conocido como la Reforma Política.

La Reforma Política fue la respuesta que dieron los congresistas a la crisis de los partidos en aquel momento. La crisis en cuestión había sido diagnosticada de tiempo atrás – recuérdese el famoso "o nos cambiamos o nos cambian" de Valencia Cossio (Fabio, el político; no Guillermo, el fiscal amigo de las cuatrimotos) pronunciado cuando asumió la presidencia del Congreso a finales de los noventa.

De hecho, en cierto sentido, la Constitución de 1991 respondió también a una crisis de los partidos; pero era de otro tipo, en su momento se percibían como poco representativos. Los gobiernos de Samper, Pastrana (ambos vía acto legislativo) y Uribe (en su otro fracasado referendo) infructuosamente habían intentado hacer algo para controlar el desmán partidista. Sin embargo, fueron los políticos mismos quienes se pusieron la soga al cuello al cambiar las reglas electorales que habían explotado en beneficio propio durante tantos años. Para ilustrar el punto, el número de listas presentadas a la Cámara aumentó de 491 en 1991 a 906 en 2002; en el Senado, pasó de 140 a 321 en el mismo período. La competencia era feroz y el sistema era considerado tan personalista como los de Brasil o Filipinas. Sin embargo, el sistema seguía aparentando ser bipartidista porque esa miríada de listas solía agregarse bajo las etiquetas partidistas tradicionales. Y aunque algunas veces había coordinación en el legislativo, los partidos distaban mucho de ser organizaciones coherentes, cohesionadas o cooperativas.

Las nuevas reglas del juego

El principal objetivo de la Reforma Política fue fortalecer a los partidos. Y esto significaba realmente partidos grandes, con muchos votos. Los legisladores pretendían organizar la competencia partidista exacerbada por la plétora de listas y movimientos que participaban en las elecciones. Y para hacerlo atacaron el problema de raíz. Forzaron a los partidos a presentar listas únicas, con lo que se le dio un entierro de quinta a la tristemente célebre "operación avispa". Igualmente se estableció un umbral electoral para asegurarse de que las microempresas electorales no tuvieran cabida. También se cambió la forma como se entregaban las curules, adoptando el sistema D'Hondt (o cifra repartidora) el cual favorece a los partidos con votaciones más altas. Por último, se incluyó la posibilidad de que los partidos presentaran listas cerradas o abiertas. Este último punto es contrario al espíritu del resto de la reforma. Baste decir acá que el voto preferente resolvió problemas monumentales de coordinación en la confección de las listas que hubieran podido acabar a los partidos.

La oficialización del multipartidismo

La Reforma Política se estrenó con las elecciones locales de octubre de 2003 y a nivel nacional con las elecciones legislativas de 2006. Los efectos de la reforma fueron inmediatos y evidentes. En el Senado, se presentaron sólo veinte partidos, de los cuáles diez obtuvieron curules. En la Cámara también se presentó una reducción, aunque de menor escala, con un promedio de 3,1 partidos por cada escaño disponible, frente a 5,6 en 2002. El resultado neto del ejercicio fue un aumento de la oferta partidista y una disminución de la competencia electoral. Esta aparente contradicción se resuelve cuando se tiene en cuenta que cada partido ahora está obligado a presentar una única lista, razón por cual el número de partidos aumenta. A su vez, la competencia se hace un poco más manejable en la medida en que ya no se trata de novecientas listas compitiendo entre ellas en una cacofonía aturdidora de nombres, números y logos. Aunque así también podría describirse la campaña actual, lo cierto es que bajo las reglas actuales los políticos tienen que hacer campaña por sus partidos primero y luego por sí mismos. Si el partido como colectivo no supera el umbral, el individuo pierde, independientemente de lo bien que le vaya. Así, a diferencia de las elecciones pre-Reforma, la suerte de los candidatos está inexorablemente atada a la suerte de sus partidos.

Se podría afirmar entonces que el sistema de partidos se vuelve un poco más sincero. Ya no hay que hacer malabarismos postelectorales para ubicar la lista X en el partido P. No, ahora sabemos con más certeza cuál es el capital electoral de cada partido.

De todas formas, un sistema con diez partidos es un multipartidismo problemático. Inclusive la aplanadora uribista tiene dificultades para moverse con agilidad. El proyecto en el cual el gobierno invirtió más esfuerzo, el recientemente fracasado referendo, tuvo que ser tramitado a cachuchazos a pesar de las mayorías en el Congreso. Esto sucede justamente porque esa mayoría es el resultado de una coalición de al menos seis partidos cuyos intereses no necesariamente coinciden – como tampoco coinciden los intereses de los partidos de oposición.

Diez partidos pueden ser muchos, pero ciertamente son muchos menos que los 41 que obtuvieron representación en el Senado en 2006. Aún así es posible hacerse una idea, aunque borrosa, de dónde se ubican en el espectro ideológico. Ignorando intencionalmente algunos partidos pequeños, el sistema de partidos actual cuenta con fuerzas ubicadas a todo lo largo del espectro: Polo-PL-CR-PC-PU. Esta es, a mi juicio, la transición que estamos viviendo. Estamos pasando de un bipartidismo decimonónico, esclerótico y falaz a una nueva configuración con partidos para todos los gustos. Hay que esperar los resultados de las elecciones de 2010 y también de 2014, e incluso 2018, para poder saber cómo se resuelven las tensiones intra e interpartidistas y cómo cuaja finalmente este sistema de partidos que está en proceso de acomodamiento.

¿Hacia dónde vamos?

Esa es la inquietud que todos quisiéramos resolver y yo, francamente, tampoco tengo la respuesta. Hay varias cosas que se pueden afirmar y otras tantas que se pueden especular sobre el rumbo que puede tomar el sistema de partidos. El efecto reductor de la Reforma de 2003 sigue vigente. Algunos políticos parecen haber aprendido la lección y han desistido de continuar con sus movimientos personalistas. Otros no; pero los resultados electorales se encargarán de hacerlos entrar en razón o de cambiar de oficio. Lo cierto es que, por ejemplo, en el Senado para esta ocasión se presentaron seis partidos menos que hace cuatro años. Si se mantiene la tendencia de la elección pasada, sólo la mitad obtendrán curules, lo que nos dejaría con siete partidos. Es de esperar que el espacio político se siga encogiendo en elecciones futuras y que el sistema converja hacia un equilibrio con cuatro o cinco partidos.

La incertidumbre predomina en el sistema de partidos y no es muy claro cómo se va a producir el equilibrio:

– El Polo, que hace cuatro años había dado señales de estar creciendo, ha trastabillado recientemente con una oposición pusilánime al gobierno, con decisiones inconcebibles para un partido que se dice de izquierda (como apoyar la elección de un procurador abiertamente homofóbico, antiaborcionista y fanático religioso) y con una alcaldía en Bogotá que ha echado por la borda los logros alcanzados por administraciones pasadas.

– El Partido Liberal tampoco ha dado muestras de gran vitalidad. Los pobrísimos resultados en las pasadas elecciones son un fantasma que los sigue agobiando y la dirección del ex presidente Gaviria no logró recuperar del todo la fe de sus militantes. Y como dice Daniel Samper Ospina, el principal reto de su candidato presidencial es lograr que lo distingan de Rodrigo Pardo.

– Cambio Radical depende enormemente de Vargas Lleras y no es del todo claro si el partido ahora es uribista o de oposición. Esta ambigüedad es estratégicamente usada por Vargas Lleras para impulsar su campaña presidencial, pero en últimas debilita al partido en la medida en que es igualmente probable que haga coalición con cualquiera de los dos bandos.

– El Partido Conservador va para su tercera elección sin candidato presidencial propio (y eso si uno es generoso y concede que Pastrana fue candidato del partido).

– Por último, no es para nada claro qué va a hacer el Partido de la U sin la U.

Necesitamos partidos

No obstante, hay que apostarle a los partidos y hay que votar por ellos. Los movimientos atados a individuos, estilo Uribes, Fajardos o Tenores, le hacen un flaco servicio a la democracia. El debate y la discusión que implican la vida en democracia tienen que darse desde partidos institucionalizados que necesariamente han de ser más que cualquiera de sus miembros y ser capaces de resistir los embates megalómanos de algunos de sus líderes. Sólo así se puede construir un proyecto de sociedad montado sobre bases sólidas, con ideas decantadas. Los movimientos pueden ser innovadores y aparecer como refrescantes, pero son efímeros. El narcisismo de quienes creen que nadie los puede reemplazar es pernicioso y hace imposible el diálogo.

* Politólogo, Universidad de Los Andes. Doctorado en Ciencias Políticas de la Universidad de Arizona. Profesor Asociado del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Los Andes. Sus investigaciones se concentran en Sistemas Electorales y de Partidos, en perspectivas comparadas con énfasis en América Latina. \n [email protected] Esta dirección de correo electrónico está protegida contra los robots de spam, necesita tener Javascript activado para poder verla

Notas de pie de página


[1] Rodríguez Raga, Juan Carlos y Felipe Botero. 2006. "Ordenando el caos, Elecciones legislativas y reforma electoral en Colombia". Revista De Ciencia Política 26(1): 138-151.

[2] El primero era liderado por un pastor de almas y el segundo por un pastor de reses. Colombia Viva era el movimiento del pastor evangélico Jorge Enrique Gómez Montealegre, quien haciéndole honor a su oficio y su apellido materno, recibió alegre a ciertos especímenes recién bajados del monte. En su caridad cristiana, acogió a candidatos con vínculos paramilitares expulsados de otros partidos. Éstos resultaros elegidos; el pastor no. Por su parte, Colombia Democrática era el vehículo electoral del senador antioqueño Mario Uribe. Es decir, de aquel primo del presidente que fue capturado, puesto en libertad y nuevamente capturado por vínculos con paramilitares y acusado de desplazar población y hacer una mini-contra-reforma agraria para agrandar su finca.